Memorias del 11A
Henrique Ochoa Antich
La protesta masiva del 11A que
levantaba la bandera de la salida constitucional del Presidente como solución a
la inmensa crisis política y económica a que nos conducía su errática e
irresponsable gestión de gobierno de más de tres años, fue un hecho cívico,
pacífico, democrático, en fin, legítimo
Me gusta hacer una distinción,
dibujar una frontera entre los sucesos del 11A y los del 12A. Los primeros, más
allá de los propósitos aviesos y ocultos que pudieran haber tenido algunos,
conformaron lo que a todas luces fue la insurrección civil y popular más
clamorosa de toda nuestra historia, reivindicable enteramente por la
alternativa democrática. Los segundos, oscuros y palaciegos, fueron los de un
golpe de Estado clásico. Veamos.
Hasta la desobediencia de los
militares inclusive (a aplicar el Plan Ávila, como pretendía el Presidente, lo
que en aquellas circunstancias habría significado una matanza tal vez superior
a la del 27F), la protesta masiva del 11A que levantaba la bandera de la salida
constitucional de la renuncia del Presidente como resolución de la inmensa
crisis política y económica a que nos conducía su errática e irresponsable
gestión de gobierno de más de tres años, fue un hecho cívico, pacífico,
democrático, en fin, legítimo.
En aquella marcha de alrededor
de un millón de compatriotas, abrumadora para las escuálidas muchedumbres de
acaso miles reunidas ese día a las puertas de Miraflores (igual que aún el 13,
al regreso del autócrata), se expresaba una legitimidad de calle que indicaba
con claridad dónde estaba para ese momento la mayoría política: todas las
encuestas entonces colocaban a Chávez en un precario 20 y tantos de
popularidad. Era una mayoría que se pronunciaba en contra de la pretensión
autocrática, en contra del incipiente proyecto pre-totalitario del gobierno, en
contra de la confrontación fratricida entre los venezolanos.
Pedía la renuncia del
Presidente como salida enteramente constitucional y democrática, y logró su
cometido. Más importante que la rúbrica de esa renuncia fueron: uno, la carta
redactada por Chávez de su propio puño y letra; dos, el anuncio oficial que las
Fuerzas Armadas hicieron de la misma; y, tres, la propia entrega del
renunciante a sus captores en Fuerte Tiuna por propia voluntad y sin disparar
un tiro (como hizo el 4F).
La consecuencia natural y
lógica habría sido entonces la conformación de una Junta Militar (compuesta
exclusivamente por militares) cuya única tarea, constatado el vacío de poder
producto de la voluntad de renuncia del Presidente (como fue luego confirmado
por sentencia del propio TSJ), debió haber sido el aseguramiento del orden
público (tal vez la declaración de un toque de queda) y la garantía de todas
las seguridades a los parlamentarios para que se pudieran reunir a deliberar,
como depositarios por excelencia de la soberanía popular. Así se habría
preservado la legitimidad constitucional de la memorable insurrección popular
del 11A, permitiendo que los dispositivos constitucionales ante la renuncia del
Presidente se activasen. La historia reciente del país habría sido otra.
Pero así fue como llegamos a
los desaguisados del 12A. La próxima semana volveremos sobre el tema.
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